Imposible juzgar una época sin conocer sus preceptos, sus valores, sus creencias y su manera de vivir la cotidianidad. Siempre pienso en ello cuando me topó con datos históricos que me llaman la atención por su particularidad, como el hecho de mujeres que contraían matrimonio con hombres menores que ellas, en algunos casos con más de veinte años de diferencia. Tal fue el caso de Manuela Espejo, hermana del sabio Eugenio Espejo, que contrajo matrimonio con José Mejía Lequerica, veintidós años menor que ella.
Más allá de las excepciones o las reglas, los matrimonios con llamativas diferencias de edad eran más usuales de lo que se piensa. Generalmente se trataba de hombres o mujeres viudos que rehacían su vida por segunda o tercera vez, y que solían hacerlo con miembros de la misma familia o allegados, por ejemplo, tíos con sobrinas, entre primos o suegros, cuñados y concuñados.
En la actualidad, uno podría pensar que se trataba de sociedades chiquitas en las que la promiscuidad era tolerada y del mismo modo la pedofilia. No son extraños los casos de adolescentes de catorce años casadas con hombres mayores de treinta, sin embargo, es imposible juzgar sin conocer la mentalidad de la época.
Para comenzar, hay un personaje omnipresente en la Historia de la humanidad, y particularmente en Ecuador, que se llama Muerte. Los índices de mortandad, antes de 1943, año en el que llega por primera vez al Ecuador la penicilina, son alarmantes. De ahí la razón por la cual se tenían tantos hijos, porque muy pocos, poquísimos, llegaban al año de vida. La gente se moría a raudales por infecciones o simples resfríos que degeneraban en bronquitis, pulmonía o neumonía.
El índice promedio de vida bordeaba los treinta y cinco años, así que había que apurarse para vivir la vida. Una madre amorosa, preocupada por la felicidad de sus hijas, habría anhelado un pronto matrimonio, apenas se hicieran señoritas, porque la muerte rondaba y se manifestaba el momento menos pensado. Así que, ¡había que apurarse!
La invención de la penicilina marcó un antes y un después no solo en el campo médico, sino en el existencial, y en Ecuador, como en muchas otras partes del mundo, fue determinante. No existe familia ecuatoriana que no tenga un episodio que narrar sobre la salvación de un pariente gracias a la bendita penicilina.
Volviendo al tema de los matrimonios con gran diferencia de edad, hay un caso en la historia del Ecuador que es digno de la mejor novela romántica. Rosa, la protagonista, es once años mayor que su amante, Nicolás. Para colmo, ella tiene fama de haber protagonizado varios escándalos, debido a que fue obligada a casarse con un viudo cuarenta años mayor que ella. Se escapó varias veces, pero siempre fue capturada, hasta que el marido optó por encerrarla en un convento de clausura en Riobamba. Por otro lado, Nicolás, conocido como “El Ilustre” por ser nieto del sabio Pedro Vicente Maldonado, era el partido más codiciado de Riobamba. No había familia con hija casamentera que no quisiera pretenderlo, sin embargo, Nicolás solo tenía ojos para Rosa. Fueron amantes fugitivos, huyendo siempre de la maledicencia, y tuvieron que esperar a que el marido de Rosa se muriera y que ella enviudara para entonces casarse formalmente, aunque tenían un hijo en común que bordeaba los doce años. Vivieron felices mientras pudieron porque luego su vida se tornó tragedia. Para comenzar, asesinaron a su único hijo en la masacre de los patriotas del 2 de agosto de 1810, así que Rosa perdió la cabeza y juró vengarse. Contrató a veinticuatro indios para que asesinaran al Conde Ruiz de Castilla, causante de muchos males, pero a los indios enardecidos se les fue la mano y no solo arrastraron al conde moribundo más de cinco cuadras, sino que le dieron veinticuatro puñaladas. El crimen estaba firmado porque los indios poseían veinticuatro cuchillos de plata que dejaron enterrados en el cuerpo inerte del conde, y que pertenecían a la familia De la Peña Zárate, conformada por Nicolás y Rosa. Se ordenó su captura, pero ellos habían huido. En su casa se encontró una piedra de afilar y más tarde una criada confesó que doña Rosa personalmente había afilado los veinticuatro cuchillos, para que el autor del asesinato de su hijo recibiera veinticuatro puñaladas que era la edad de su vástago. Más de dos años estuvieron prófugos, huyendo de las autoridades españolas por ser autores del crimen del conde Ruiz de Castilla. Finalmente fueron apresados en la selva de Tumaco y fusilados. Tal era el temple de Rosa que pidió al pelotón de fusilamiento que no le vendaran los ojos. Él tenía 61 años y ella 72.
La tristísima historia de Rosa Zárate y Nicolás de la Peña no termina ahí. Los cadáveres de este par de viejitos fueron decapitados. Metieron las cabezas en jaulas de hierro y las colgaron a la entrada norte de la ciudad, para recordar a los quiteños constantemente el castigo al que conduce la insurrección.
Casi diez años estuvieron los cráneos expuestos en San Blas, hasta que el mariscal Sucre, en su entrada triunfal a Quito, ordenó retirarlos y enterrarlos juntos, en un mismo nicho, para que lo que había estado junto en vida, a pesar de las adversidades, ni siquiera la muerte osara separarlo.
Luis Miguel Campos
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